-¿Qué pasa? -pregunto.
-Hay moros en la costa -escucho.
Me sonrío y paso para adentro.
Tres jóvenes varones y sus tres cañas es lo único que veo en la barra. Visten informales. Van pertrechados de bolsos con correa de diferentes tamaños. Del más pequeño asoma un boli. Peligro.
Al fondo, en una mesa, toman café otras tres personas. Todos los de siempre, si realmente hay pescado,lo han debido de oler y se han ido para casa. Nadie fuma.
Entra el dueño y me pregunta:
-¿Media copa?
Es su forma de decirme que está acojonado, que sabe que no aguantaré en tales condiciones ni diez minutos. Ya comentaron que gente que jamás ha pisado su garito le querían denunciar.
Pido mi whisky entero, mi periódico, en cuanto lo ojee tengo que escribir.
Estoy en mi casa. Me siento con derecho a que mi cabreo crezca por momentos.
Me informan de que les han soplado que esos tres desconocidos pueden ser policías o inspectores de sanidad.
-Eso es fácil de saberlo -respondo.
Si me descubro con descaro, podrían resultar antifumadores recalcitrantes y siempre será peor que un policía o un inspector. Lo sopeso. No quiero joder más al dueño, que ya sufre tanto como yo.
Saco mi tabaco y mi mechero y los coloco sobre el mostrador para que lo vean. Les haré rápidamente un escaner psicológico. Se me ocurre una idea: les pido un cigarrito y veo de qué van; si no usan, siempre puedo trapichear con ellos para saber si son permisivos o no. Pero ya no. Soy consciente de que han visto mi tabaco.
Ojeo deprisa el periódico, la impaciencia por saber de verdad no me deja terminar mi análisis. Pregunto al dueño:
-Esos de dentro ¿qué?
-Son de confianza -contesta.
Cojo de la barra mi whisky, mi móvil, mi libreta y mi boli, e informo al dueño y a mis colegas, que ya se han refugiado en el bar por la lluvia, de que voy para adentro a escribir. Me miran con cara de sorpresa preguntándose ¿éste qué va a hacer? ¡a ver si nos deja sin casa!
Me siento en una silla a dos mesas de distancia de los tres cafeteros, por si acaso, no molestar. De todas formas ya saben dónde están. Saco mis cigarros y enciendo uno, la libreta y escribo; la mitad de mi mente está sobre ella y la otra controlando a los tres de la barra. Mis vecinos ni se inmutan, tampoco me imitan.
Llega el dueño, que se lo imaginaba, y el cenicero que trae me lo pone en la mesa. Le digo que se lo lleve, que él no sabe que estoy fumando, que, si es lo que teme, yo respondo. En todo caso, siempre les podría asegurar que llego de pasar unos meses en Alemania, que es la costumbre y no sabía que aquí lo habían prohibido. Y, si se pusieran muy tontos, pagar yo los 30 euros de multa.
Ya vienen. Uno de los tres moros de costa, el que más me miraba, se despega del grupo y se pasea delante de mí. Es cuando doy la mejor calada, para confirmar. Se dirige al servicio.
Sale de pichar, me vuelve a ver fumar, se acerca a los compañeros. ¿Necesitará ayuda?
Recogen sus talabartes y se van.
Recupero mi sitio en la barra. Me dicen que sí eran policías. Que comentaban sobre sus pistolas. No me había equivocado mucho, hablaba de talabartes por sus bolígrafos, que temía más que a espadas, y resulta que portaban pistolas.
Bueno, por eso se han ido, en cuanto han visto que no soy de los que se meten rayas.
¡Qué olfato! Enseguida ha empezado a llenarse el garito.
Valtueña, marzo 2011
-Hay moros en la costa -escucho.
Me sonrío y paso para adentro.
Tres jóvenes varones y sus tres cañas es lo único que veo en la barra. Visten informales. Van pertrechados de bolsos con correa de diferentes tamaños. Del más pequeño asoma un boli. Peligro.
Al fondo, en una mesa, toman café otras tres personas. Todos los de siempre, si realmente hay pescado,lo han debido de oler y se han ido para casa. Nadie fuma.
Entra el dueño y me pregunta:
-¿Media copa?
Es su forma de decirme que está acojonado, que sabe que no aguantaré en tales condiciones ni diez minutos. Ya comentaron que gente que jamás ha pisado su garito le querían denunciar.
Pido mi whisky entero, mi periódico, en cuanto lo ojee tengo que escribir.
Estoy en mi casa. Me siento con derecho a que mi cabreo crezca por momentos.
Me informan de que les han soplado que esos tres desconocidos pueden ser policías o inspectores de sanidad.
-Eso es fácil de saberlo -respondo.
Si me descubro con descaro, podrían resultar antifumadores recalcitrantes y siempre será peor que un policía o un inspector. Lo sopeso. No quiero joder más al dueño, que ya sufre tanto como yo.
Saco mi tabaco y mi mechero y los coloco sobre el mostrador para que lo vean. Les haré rápidamente un escaner psicológico. Se me ocurre una idea: les pido un cigarrito y veo de qué van; si no usan, siempre puedo trapichear con ellos para saber si son permisivos o no. Pero ya no. Soy consciente de que han visto mi tabaco.
Ojeo deprisa el periódico, la impaciencia por saber de verdad no me deja terminar mi análisis. Pregunto al dueño:
-Esos de dentro ¿qué?
-Son de confianza -contesta.
Cojo de la barra mi whisky, mi móvil, mi libreta y mi boli, e informo al dueño y a mis colegas, que ya se han refugiado en el bar por la lluvia, de que voy para adentro a escribir. Me miran con cara de sorpresa preguntándose ¿éste qué va a hacer? ¡a ver si nos deja sin casa!
Me siento en una silla a dos mesas de distancia de los tres cafeteros, por si acaso, no molestar. De todas formas ya saben dónde están. Saco mis cigarros y enciendo uno, la libreta y escribo; la mitad de mi mente está sobre ella y la otra controlando a los tres de la barra. Mis vecinos ni se inmutan, tampoco me imitan.
Llega el dueño, que se lo imaginaba, y el cenicero que trae me lo pone en la mesa. Le digo que se lo lleve, que él no sabe que estoy fumando, que, si es lo que teme, yo respondo. En todo caso, siempre les podría asegurar que llego de pasar unos meses en Alemania, que es la costumbre y no sabía que aquí lo habían prohibido. Y, si se pusieran muy tontos, pagar yo los 30 euros de multa.
Ya vienen. Uno de los tres moros de costa, el que más me miraba, se despega del grupo y se pasea delante de mí. Es cuando doy la mejor calada, para confirmar. Se dirige al servicio.
Sale de pichar, me vuelve a ver fumar, se acerca a los compañeros. ¿Necesitará ayuda?
Recogen sus talabartes y se van.
Recupero mi sitio en la barra. Me dicen que sí eran policías. Que comentaban sobre sus pistolas. No me había equivocado mucho, hablaba de talabartes por sus bolígrafos, que temía más que a espadas, y resulta que portaban pistolas.
Bueno, por eso se han ido, en cuanto han visto que no soy de los que se meten rayas.
¡Qué olfato! Enseguida ha empezado a llenarse el garito.
Valtueña, marzo 2011
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